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Fuente: Revista Sabado del diario chileno El Mercurio (7/3/2009)

Terry Winograd es el mentor que ha movido silenciosamente los hilos del desarrollo tecnológico.

POR ANDREA MUÑOZ HINRICHSEN, DESDE SAN FRANCISCO

Cuando la revista Fortune le preguntó a Larry Page cuál había sido el consejo más valioso que había recibido, el cofundador y director de Google aludió a quien fuera su tutor en la Universidad de Stanford. Page intentaba escoger un tema de investigación entre las diez alternativas que se le habían ocurrido. Fue su director el que zanjó el asunto al hacerle saber que una de ellas, que tenía que ver con la estructura de links de la web «parecía una muy buena idea». El consejo le valió 112.54 billones de dólares: el proyecto nunca llegó a transformarse en tesis, pero se convirtió en Google. Y el primer hombre que supo apreciar el potencial que tenía esa intuición en bruto se llama Terry Winograd y en este momento intenta abrir la puerta de su oficina mientras balancea una taza de café.

Winograd es como una buena ciudad: una de esas que por alguna misteriosa razón permite que pasen cosas. Que la gente precisa se encuentre en el momento adecuado. A él le interesan las interacciones. «Construir puentes es una metáfora interesante. Mi filosofía es que la gente aprenderá más y trabajará mejor si está conversando con personas que tengan una perspectiva diferente, estableciendo conexiones, mirando las cosas desde distintos ángulos», dice mientras toma su café a sorbos largos y simétricos.

No sólo los encuentros humanos. Es la interacción entre el hombre y el computador lo que constituye su área de estudios en el Departamento de Computación de Stanford. Paradójicamente, llegó a enfocarse en eso producto de uno de estos cruces. Porque el director del Programa de Diseño de Software de esta prestigiosa universidad antes hacía algo completamente distinto. Trabajaba en inteligencia artificial, intentando hacer que los computadores hablaran como personas. Y fue un encuentro con un chileno el que lo sacó de eso.

FRANCISCO VARELA fue el que comenzó todo. En el otoño de 1977, Winograd asistió a una de sus conferencias.

– ¿Cómo le está yendo a Fernando en Stanford? ?le preguntó esa vez Varela.

Winograd no entendió

– ¿Fernando quién?

– Fernando Flores ?insistió Varela?. Está en el Departamento de Computación.

– No. Yo trabajo en el Departamento de Computación, voy a todas las reuniones y ahí no hay ningún Fernando, repuso el norteamericano.

Winograd quedó intrigado, así que apenas volvió a Stanford buscó a su supuesto colega. Efectivamente, Fernando Flores tenía una oficina en el Departamento de Computación. Nunca se habían topado, porque el chileno, que venía saliendo de la cárcel, estaba dedicado a reunir a su familia, y aún no se había integrado a sus funciones en la universidad. «El hecho de que hubiera estado en el mismo edificio que yo durante meses y que no lo hubiera conocido fue una completa sorpresa», ríe mostrando los dientes, que son tan blancos como su pelo y sus zapatillas.

Deja su taza de café sobre la mesa, donde se equilibran varias otras que ya fueron ocupadas. Su oficina está atiborrada de libros: en las paredes, sobre las mesas, en el suelo, debajo de un plato usado. «Errar es humano. Para realmente echar a perder las cosas se necesita un computador», se lee en un cuadro que cuelga de uno de los muros.

«La primera impresión que tuve al conocer a Flores fue: ‘Aquí hay alguien que está realmente pensando, que de verdad está buscando una perspectiva diferente a la del resto del mundo’. Él estaba en el Departamento de Computación, pero cuando hablaba de computadores no usaba el mismo lenguaje. Entonces sentí que iba a aprender algo diferente hablando con este tipo», recuerda.

De ese encuentro nació Action Technologies, una compañía dedicada al desarrollo de software, y un libro que ha sido traducido al español con el título de Hacia la comprensión de la informática y la cognición: Nuevos fundamentos para el diseño.

Con él, contribuyeron a echar por tierra los cimientos que guiaron la investigación computacional hasta los años 80. El paradigma, hasta ese momento, era como sacado de 2001 Odisea del Espacio. Máquinas que imitaban, igualaban y excedían la inteligencia humana. El reino de HAL 9000, el mítico computador de Kubrick, o el de Wall-E, donde el instrumento deja de ser instrumento y se transforma en protagonista.

Dieron vuelta las cosas. Establecieron que había que dejar de intentar que los computadores imitaran a las personas, y que en lo que había que fijarse era en cómo éstos afectaban nuestra vida y experiencia. Al poner la vista en cómo el hombre se relaciona con las máquinas, abrieron un espacio para que éstas dejaran de ser entendidas como un fin en sí mismo y recuperaran su condición de herramientas. Y en ese momento dejaron de ser buen material para películas de ciencia ficción: se volvieron útiles. Los aparatos con pretensiones divinas dieron paso a tecnología «invisible», que de tan fluida parece desaparecer en las manos de quien la ocupa.

FUE TODO UN QUIEBRE para Winograd. Él había comenzado su carrera a fines de los años 60, en el laboratorio de inteligencia artificial del MIT, donde sacó su doctorado. Era la época de oro: ahí investigaba Marvin Minsky, uno de los padres de la disciplina, y el gobierno destinaba recursos ilimitados para el desarrollo científico, sin exigir aplicaciones militares como ocurre hoy.

«Estaba la sensación de que podíamos jugar. Y como el objetivo era producir inteligencia humana, los temas eran cosas como para niños. O sea: ‘¿Puedes tomar estos cubos y moverlos? ¿Puedes contestar estas preguntas de este cuento infantil? Entonces era muy juguetón, un ambiente juguetón high-tech, parecido al que tenemos aquí en Silicon Valley», dice sonriendo.

«Era emocionante. Ahí estaba el futuro y todos nosotros íbamos a ser los pioneros». Su trabajo consistía en hacer que los computadores ocuparan y entendieran el lenguaje natural. Y lo logró, al menos en parte. Para su tesis doctoral diseñó un programa, conocido como SHRDLU, que simulaba un robot, el cual aceptaba instrucciones en inglés: «Encuentra un bloque más alto que el que estás sujetando y ponlo en la caja», por ejemplo. Incluso, podía responder verbalmente: «No sé cuál es».

El éxito del proyecto le valió un lugar en la historia de la inteligencia artificial. Sin embargo, cuando intentó ampliar el universo mental del robot, que hasta ese momento se restringía a un mundo de bloques, comenzaron los problemas. Al agregar más palabras y conceptos, la ambigüedad natural del idioma se volvió una barrera insuperable. En esa época Winograd ya había dejado el MIT y trabajaba en Stanford y en Xerox PARC, la afamada compañía de innovación y desarrollo en Palo Alto.

Poco a poco comenzó a desilusionarse. Winograd quería hacer que los computadores utilizaran lenguaje para volverlos más eficientes y fáciles de usar. «Me di cuenta de que eso no iba a pasar si yo seguía intentando que éstos fueran como personas», explica. Se puso a leer a Martin Heidegger y a Humberto Maturana. Comenzó a asistir a unas conferencias en la universidad de Berkeley, encabezadas por John Searle, autor de una de las críticas más famosas a la inteligencia artificial. Un par de años después, cuando apareció Fernando Flores en su vida, ya no había vuelta atrás: computadores para que mejoren la vida del hombre; no para que la imiten.

EN EL PROGRAMA que dirige en Stanford, el científico ha realizado trabajos colaborativos en algo que se conoce como «computación ubicua», un área que parte del supuesto de que en unos años más, los computadores van a estar en todos lados.

«Partiendo de eso, la pregunta que sigue es: ¿Cómo se ha de sentir eso? Es decir, si por todos lados hubiera cosas tan difíciles de usar como tu ordenador la vida sería imposible. Entonces la idea básica, que desarrolló Mark Weiser y John Seely Brown en Xerox, es ésta: cómo diseñar un ambiente donde los computadores sean parte del fondo, pero donde tú no necesitas prestarles atención. Que simplemente estén ahí haciendo lo que tengan que hacer», explica.

Cuando se le pregunta cómo estaremos interactuando con computadores en diez años más, suspira: «Esa siempre es una buena pregunta porque en diez años uno nunca sabe lo que va a pasar (se ríe). Pero bueno, creo que podrías usar la frase ‘fuera del escritorio’. El mundo de las aplicaciones, o de los computadores portátiles, va a crecer más y más. Entonces estaremos menos enfocados en nuestro computador que está sobre la mesa».

Predice que también el mundo de los input y los output, o de los medios por los que entra y sale información al computador, va a cambiar: «Va a haber más aparatos que reconozcan gestos como inputs». Él mismo ha trabajado en eso junto a uno de sus alumnos, utilizando la vista como un medio para operar un computador. «La manera natural de atender a algo es mirar. Eso es lo que yo hago en el mundo: yo miro en distintas direcciones, no muevo mi mano para que algo se me muestre. La meta, entonces, es cuánto más natural y más fácil podemos llegar a hacer la interacción con un computador», afirma.

De nuevo volvemos a las interacciones que él estudia y también disfruta. La mayor parte de su trabajo ha sido colaborativo. ¿Por qué? «Te diré las dos opiniones que tengo de mí: la buena y la mala. La primera se ve, por ejemplo, en lo que pasó con Fernando: me entusiasmo cuando veo a alguien que está interesado en las mismas cosas que yo pero que las ve desde una perspectiva diferente. Encuentro que eso es desafiante. La otra cara es que yo tiendo a ser intelectualmente pasivo. Me encanta pensar, me encantan las ideas, pero no me gusta ir afuera y venderlas. No tengo ese fuego en la guata que tienen las personas que creen que van a lograr que las cosas ocurran, que tienen algo que los guía, que saben lo que quieren y que buscan cambiar el mundo. Yo pienso que tiendo a aliarme con esta gente porque me doy cuenta de que puedo contribuir con mi pensamiento, pero sin tener que estar haciendo eso yo mismo».

Aquí en Silicon Valley tiene campo de sobra: por algo dice que si estuviéramos en el Renacimiento, esto sería Florencia. Y ahí habría estado Winograd.