Fuente: almiron.org
La batalla del copyright
Leyes antipiratería, decretos de protección de los derechos de autor, usuarios demandados, multinacionales del entretenimiento en pie de guerra, asociaciones de autores indignadas y ciudadanos reclamando su derecho a la cultura… La batalla del copyright (derechos de autor) se está librando con furia
Núria Almiron
El dramaturgo y periodista irlandés Georges Bernard Shaw (1856-1950) acuñó una célebre frase que es la analogía perfecta para el actual debate entre mercancía/cultura. La frase dice aproximadamente así: «Si tú tienes una manzana y yo tengo una manzana e intercambiamos manzanas, entonces tanto tú como yo seguimos teniendo una manzana. Pero si tú tienes una idea y yo tengo una idea e intercambiamos ideas, entonces ambos tenemos dos ideas». Esto es, mientras la mercancía se intercambia, la cultura se comparte. Mientras la primera se pierde en el acto de la entrega, la segunda no se pierde jamás una vez adquirida. El poder que transmite esta frase de Shaw resume todos los ya centenarios argumentos en pos de no mercantilizar la cultura y sintetiza de una estacada el motivo por el cual no podemos tratar a la cultura como a una mera mercancía.
Hoy, en la retaguardia de este debate apasionante, se libra una batalla a muerte que tiene como escenario el corazón del complejo cultural-industrial del planeta: los derechos de autor o copyrights que la revolución digital han puesto patas arriba. Sin embargo, la radicalización de posturas y las opciones en liza no constituyen la verdadera intríngulis del asunto. La información mayoritaria que se nos transmite es equívoca porque, siguiendo a Shaw, el debate no está entre si podemos acabar o no con la piratería, sino entre si queremos convertir a las ideas en manzanas o queremos seguir compartiendo ideas.
Los supuestos bandos en diatriba
Entre la opinión pública existe la creencia generalizada de que la batalla se libra a puerta cerrada entre dos contendientes, la industria y los usuarios digitales; entre los cuales cada uno se posiciona como quiere o puede. La radicalización y simplificación de la realidad es tal que aparentemente sólo se puede ser legal —el usuario que paga por todo lo que consume— o pirata —el que no paga y se enfrenta a la industria. Pero las cosas no siempre son tan simples. Y menos cuando los intereses en juego son tremendos y la capacidad de influencia de unos y otros sobre los medios de comunicación, las autoridades públicas y los consumidores es abismalmente distinta.
La industria del entretenimiento (música, cine, libros), y tras ella la del software (juegos, aplicaciones, utilidades), se esmera por igualar su causa a la defensa de la cultura, pues sin derechos de autor ni licencias los autores no producirían y no habría cultura, afirman. Pero parecen olvidar, o querernos hacer olvidar, que, desde sus inicios, los derechos de propiedad intelectual no han sido tanto derechos por la creación como derechos por la reproducción. Lo que protegen estos derechos no es al autor, sino a la reproducción de su obra. En realidad, la historia del copyright puede ser contada de muchas maneras pues, si bien es cierto que estos derechos nacen exclusivamente para amparar a editores y libreros, también es cierto que son considerados por muchos como una conquista histórica más de la propiedad individual —y una conquista que impulsa notablemente a la cultura en la que se amparan. No entraremos aquí a valorar qué pesa más en la historia de estos derechos, sólo pretendemos recordar que cuando la industria dice que defiende a la cultura está incurriendo en una falacia considerable, pues lo que defiende en realidad y únicamente son sus derechos de reproducción sobre una determinada parte de la cultura.
En el otro extremo, al calor de la revolución digital y despertada e hipermotivada gracias a Internet, una comunidad creciente de usuarios discute la teoría del valor dominante en el actual sistema cultural: el repetido hasta la sociedad «que sin derechos de autor no se generará cultura». Habida cuenta de lo que se incluye como cultura en este gran saco (música poco creativa cuando no deplorable, obras de autores mediáticos que son todo menos originales, mucha violencia, pocos valores, menos ética, etc.), la verdad es que no es extraño que algunos piensen que poco importaría si ello sucediera. Pero, no se trata de eso. En realidad, la cultura de verdad hace tiempo que dejó de estar conectada con el sistema de pago por reproducción imperante porque de lo que están hablando estas, ya nada nuevas, voces disidentes no es de robar, usar sin pagar o emplear ilícitamente, sino de luchar por lo que es de todos.
Lo que es de todos (el dominio público)
El sistema que inventamos hace ahora tres siglos basado en el copyright estableció muy tempranamente (a través de las primeras leyes) una limitación para la explotación comercial de la reproducción de las obras. Esta limitación consistía en que tales derechos tenían una duración limitada en el tiempo y colocaban, colocan, a todas las obras en el dominio público al cabo de los años. ¿Qué son obras de dominio público? Pues todas aquellas para las que la protección del copyright ha caducado y pueden ser reproducidas, versionadas y distribuidas libremente. La idea era generar una industria cultural, que impulsara la cultura, pero crear al mismo tiempo un acerbo cultural común, de todos, para el futuro. Porque, al fin y al cabo, la cultura si no es propiedad de todos no es cultura.
El mantenimiento de este dominio público es crucial para que la cultura siga siendo de todos. En efecto, buena parte de las obras que consumimos cada día es de dominio público. Y también lo es buena parte de lo que consideramos lo mejor de nuestra producción cultural (Homero, Virgilio, Platón, Shakespeare, Bach, Mozart, Beethoven, Velásquez, Rembrand, etc.). El dominio público es, pues, uno de los principales bastiones, sino el principal, para la conservación de lo mejor que ha hecho el ser humano y para garantizar un acceso a ello universal. Y es, precisamente, el dominio público quien está padeciendo —silenciosa pero implacablemente— uno de los mayores ataques en esta guerra que los medios de comunicación reducen a una trifulca entre dos bandos. Pero la cuestión nos atañe a todos. Recortar el ámbito del dominio público e incluso eliminarlo es el objetivo de muchos de los que, paradójicamente, se han beneficiado del dominio público para levantar sus imperios (de dominio público son Cenicienta, Blancanieves, Pinocho y gran parte de las obras que crearon el imperio Walt Disney, por ejemplo).
Cómo actuar correctamente al respecto
La cuestión nos atañe del tal modo a todos que muchos andamos desconcertados. Tanto si somos usuarios digitales avanzados como si somos legos en la materia, el maremoto causado por la revolución digital sobre el copyright nos alcanza de pleno. Pero hay algunas cosas que podemos hacer para estar seguros de actuar correctamente:
1. Ser prudentes. Habida cuenta de la falta de consenso que existe en la actualidad sobre los derechos de propiedad intelectual, su evolución inevitable y el futuro que deseamos, deberíamos exigir a todos los agentes sociales implicados algo tan elemental como una moratoria para poder reflexionar y discutir entre todos hacia donde queremos ir. Para pensar antes de actuar.
2. Ser coherentes. Independientemente de la opinión que se tenga al respecto del copyright en la era digital, es harto incoherente sentirse con derecho a usar sin licencia cualquier cosa mientras combatimos con dureza a los que pretenden hacer lo mismo con los productos que nosotros comercializamos o producimos en nuestro trabajo diario.
3. Estar bien informados. Requisito fundamental para detectar la diferencia entre lo que es un comportamiento lícito y lo que no. Gracias a la desinformación general, se confunde interesadamente a los usuarios domésticos con los piratas informáticos y los vendedores de top-manta, y se criminaliza a los primeros sin recordar que es harto diferente actuar con ánimo de lucro que sin él.
¿Qué hacer mientras tanto? Muy sencillo, o debería serlo: actuar con inteligencia. Con la misma inteligencia que impulsa la nueva generación de cultura libre que pretende alejarse del «todo de pago» y «del todo gratis» de las posturas más radicalizadas que tanto espacio ocupan en los medios de comunicación.
NI DE PAGO NI GRATIS, ¡LIBRE!
Hay diversas iniciativas surgidas en los últimos años —algunas con bastantes lustros a sus espaldas— que podríamos agrupar en lo que ha venido en denominarse «cultura libre», entendida esta como toda aquella producción cultural que pretende no poner trabas a su consumo, y cuya distribución puede hacerse con o sin ánimo de lucro pero que, en cualquier caso, lo que prima no es tanto, o sólo, la rentabilidad del proyecto sino su difusión y fácil acceso. La mayoría de ellas implica algún tipo de reserva de derecho legal para los autores y es en la distribución, copia y reproducción donde se encuentra la diferencia. Algunas ofrecen total libertad de distribución mientras que otras la limitan de algún modo. Probablemente las dos propuestas que representan mejor esta concepción son los movimientos para el software libre, rebautizado más recientemente como Open Source (www.opensource.org), y Creative Commons (www.creativecommons.org).
• El movimiento Open Source nació a mitad de los ochenta abogando por la libertad de ejecución, modificación y redistribución de los programas abiertamente. Ello no significa que fomenten la piratería de software sino que promueven la creación de plataformas informáticas abiertas para las que todo el mundo puede programar y compartir libremente esos programas. La más conocida de ellas es, como no, Linux. Cualquiera puede usar los productos de estas plataformas y cualquiera puede usarlos para crear otros programas, siempre y cuando siga ofreciendo el producto resultante bajo las mismas condiciones de gratuidad y accesibilidad.
• El movimiento Creative Commons nace en 2001 de la mano del abogado estadounidense Lawrence Lessig para permitir a los autores de obras intelectuales poder compartir su trabajo con los demás sin perder por completo la propiedad intelectual sobre los mismos. En realidad, esta plataforma funciona a partir de unas licencias que cada usuario confecciona a su medida en función del grado de libertad que quiere ofrecer para la distribución de sus obras. Una licencia habitual, por ejemplo, es la que muestra la página web del best-seller Q: «Está permitida la reproducción total o parcial de esta obra y su difusión telemática, siempre y cuando sea para uso personal de los lectores y no con fines comerciales». Q (http://www.wumingfoundation.com), de Luther Blisset, es una novela histórica lanzada en Internet y en papel bajo esta licencia que ha cosechado un enorme éxito.
No se trata pues de regalar nada ni de acabar con la creación intelectual sino, todo lo contrario, de estimularla aumentando su accesibilidad.
© Núria Almiron, en Revista R, mayo 2004